UNA SENSACIÓN de náusea permanece agarrada a la garganta tras la lectura de las circunstancias en que un grupo de muchachos dieron muerte a una inocente burrita en el pueblo cacereño de Torreorgaz. La ataron a la marquesina de un autobús, la inmovilizaron y la reventaron a golpes y patadas; para no ahorrarle sufrimiento, le desgarraron el ano introduciéndole palos, mientras la burra permaneció desangrándose hasta la madrugada siguiente. El pobre animal murió de un infarto, como consecuencia de la tortura.
No es difícil imaginar los rebuznos desesperados, el dolor y el terror reflejado en sus ojos, mientras sus verdugos gritaban pateándola y se animaban a continuar con tan perversa diversión. Los mozos responsables de este delito sin paliativos son alrededor de una decena, que no alcanzan la mayoría de edad, por lo que el caso será investigado y castigado, eventualmente, por la Fiscalía de menores.
Eugenio d'Ors afirmaba que, buscar diferenciarse, es propio de los ambientes en los que impera la rusticidad. Diferenciarse por la brutalidad, es algo más. Es un signo atávico de machismo, un signo de insensibilidad admitida socialmente, de crueldad jaleada por el entorno y permitida hasta el delito. Hechos como los descritos demandan una reacción. La ley debe aplicarse con todo rigor y conviene plantearse endurecer las penas por actos de crueldad y dar vía libre a una Ley General de Protección Animal.
Estos dos últimos meses se han producido actos de barbarie que apenas han tenido eco social: la muerte a golpes en Guipúzcoa de más de 2000 conejos encerrados en jaulas, y la mutilación de un grupo de cachorros de perro y de unas cabras a las que cortaron las ubres. Ante hechos tan brutales la sociedad ha permanecido en silencio.
El pasado 9 de octubre el New York Times publicó dos páginas enteras de comentarios de los lectores, que tomaban postura contra videos que difundían las peleas de perros que se celebran ilegalmente en algunos rincones de EEUU. Los escritos invocaban que la Primera Enmienda de la Constitución, que históricamente ha protegido la libertad de expresión, no puede ser la tapadera para permitir la crueldad contra los animales, pues éstos no pueden alzar su voz, pero sí experimentar dolor y sufrimiento.
En nuestro caso, durante siglos, el Derecho observó un clamoroso silencio sobre el maltrato a los animales. El artículo 337 del Código Penal impone desde 2003 una pena de prisión de tres meses a un año a los que maltrataren «con ensañamiento e injustificadamente» a un animal causándole la muerte. Mientras, en países como Inglaterra, desde 1802 están prohibidos, sin matices, los actos de crueldad animal, y desde los años 60 son fuertes los movimientos en defensa de los animales. La sociedad en países anglosajones está altamente sensibilizada. Sencillamente, allí, frente a la crueldad animal la tolerancia es cero.
Teresa Giménez-Candela es catedrática de Derecho Romano y presidenta de la Asociación Interuniversitaria para la Defensa de los Animales (AIUDA).
el articulo publicado en el Mundo se puede ver en el siguiente link :
http://www.elmundo.es/opinion/tribuna-libre/2009/11/21276455.html
Esperemos que el derecho se una a la causa animalista. Eso seria un gran paso. La Ley y la Justicia no parecen ir siempre de la mano.
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